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El tesoro de los Gibbelins

por Edward John Moreton Drax Plunkett (Lord Dunsany)
Traducción: Diego Seguí (Hláford) - Noviembre 2005

Como es bien sabido, los Gibbelins sólo se alimentan de carne humana. Un puente une su maligna torre con Terra Cognita, las tierras que conocemos. Su tesoro escapa a toda razón: la avaricia no sabría qué hacer con él; tienen una bodega para esmeraldas y otra para zafiros; han llenado un pozo con oro, que extraen cada vez que lo necesitan. Y el único fin de su ridícula riqueza es el de atraer a su despensa un suministro continuo de comida. Hemos oído que en tiempos de hambre esparcen rubíes por el exterior, dejando un pequeño rastro desde alguna ciudad del Hombre, con la seguridad de que en breve su despensa estará otra vez rebosante.

Su torre se yergue en la otra orilla de aquel río que conoció Homero (ho roos okeanoio, lo llamó) y que rodea el mundo. Allí donde el río es estrecho y puede vadearse, allí construyeron su torre los glotones ancestros de los Gibbelins, porque les complacía ver a los ladrones remando con facilidad hasta su umbral. Allí los árboles inmensos, con raíces colosales, absorben algún sustento que el suelo común no puede producir, a ambos lados del río.

Allí viven los Gibbelins, y se alimentan de modo poco honorable.

Alderic, Caballero de la Orden de la Ciudad y del Asalto, y por herencia Guardián de la Paz Mental del Rey, hombre no olvidado por los hacedores de mitos, había pensado durante tanto tiempo en el tesoro de los Gibbelins que a esta altura ya lo consideraba como propio. ¡Ay, que haya de decir yo que en tan peligrosa aventura, emprendida en lo profundo de la noche por un hombre valeroso, haya sido el motivo la mera avaricia! Pero sólo con la avaricia contaban los Gibbelins para mantener llena su despensa, y cada cien años enviaban espías a las ciudades de los hombres para ver cómo estaba la avaricia, y los espías siempre regresaban diciendo que todo andaba a pedir de boca.

Podría pensarse que, a medida que los años pasaban y los hombres hallaban fines horribles en el muro de aquella torre, serían menos los que llegaran a la mesa de los Gibbelins: pero bien distinto lo veían los Gibbelins.

No fue en la locura y frivolidad de la juventud que Alderic llegó a la torre, sino que estudió con cuidado y durante años la manera en que los ladrones habían topado con su destino al ir a buscar aquel tesoro que estimaba suyo. En todos los casos habían entrado por la puerta.

Consultó a quienes daban consejo sobre la búsqueda; prestó atención a cada detalle, y pagó alegremente sus precios, y decidió no hacer cosa alguna de las que le habían aconsejado, pues ¿dónde estaban ahora sus clientes? No eran más que ejemplos del arte culinario, simples recuerdos medio borrosos de una cena; y muchos, tal vez, ni siquiera eso.

Éstos eran los requisitos que tales hombres solían recomendar: un caballo, un bote, cota de malla, y al menos tres hombres armados. Algunos decían: –Haz resonar tu cuerno ante la puerta de la torre–; otros: –No la toques.

Así decidió Alderic: no iría a caballo hasta el borde del río, ni lo cruzaría remando en bote, e iría solo, a través del Bosque Infranqueable.

Diréis: ¿cómo franquear lo infranqueable? Éste era su plan: conocía un dragón, que merecería la muerte, si las plegarias de los aldeanos fuesen oídas, no sólo por el número de doncellas a las que había dado muerte cruel, sino también porque era malo para las cosechas; asolaba la tierra misma y era la perdición de todo un ducado.

Ahora Alderic decidió ir contra él. Tomó su caballo y su lanza, y espoleó hasta encontrar al dragón, y el dragón salió a enfrentarlo, respirando un humo amargo. Y Alderic le gritó: –Vil dragón, ¿habéis muerto a algún caballero de verdad? –Y bien sabía el dragón que nunca había hecho tal, y agachó la cabeza y se estuvo quedo, porque estaba ahíto de sangre. –Entonces –dijo el caballero–, si queréis gustar otra vez sangre de doncellas, seréis mi monta fiel, y si no, de esta lanza recibiréis todo lo que los trovadores dicen ser el destino de tu raza.

Y el dragón no abrió sus voraces fauces, ni se abalanzó sobre el caballero exhalando fuego, porque bien conocía el destino de quienes hacían tales cosas, sino que consintió en los términos que le fueron impuestos, y juró al caballero que sería su monta fiel.

Sobre una montura en el lomo del dragón, Alderic navegó sobre el infranqueable bosque, por cima de los árboles inconmesurables, hijos de la maravilla. Pero antes ponderó aquel sutil plan suyo, mucho más profundo que evitar simplemente todo lo que se había intentado antes; y convocó a un herrero, y el herrero le forjó una piqueta.

Ahora bien, hubo gran regocijo ante el rumor de la búsqueda de Alderic, pues todo el pueblo sabía que era un hombre cauto, y creían que triunfaría y enriquecería el mundo, y se frotaban las manos en las ciudades pensando en su largueza; y había alegría entre los hombres del país de Alderic, excepto tal vez entre los prestamistas, quienes temían que pronto recibirían el pago de sus deudores. Y también se regocijaban porque los hombres esperaban que cuando los Gibbelins perdieran su tesoro harían trizas su alto puente, y romperían las cadenas que los ataban al mundo, y se alejarían, ellos y su torre, hacia la luna, de donde habían venido y a la que en verdad pertenecían. Poco era el amor que se sentía por los Gibbelins, aunque los hombres envidiaban su tesoro.

De modo que todos se alegraron el día en que montó su dragón, y ya lo daban por conquistador, y lo que los complacía más que el bien que haría al mundo era que mientras cabalgaba esparcía oro; pues no lo necesitaría, decía, si hallaba el tesoro de los Gibbelins, y menos lo necesitaría si terminaba humeando en la mesa de los Gibbelins.

Cuando oyeron que había rechazado el consejo de quienes lo habían dado, algunos dijeron que el caballero estaba loco, y otros dijeron que era más grande que quienes daban consejo, pero ninguno llegó a apreciar el valor de su plan.

Así razonaba: durante siglos los hombres habían sido bien advertidos y habían ido por el camino más inteligente, mientras que los Gibbelins dieron en esperar que llegaran en bote, y los buscaban junto a la puerta cada vez que su despensa estaba vacía, del mismo modo que un hombre busca agachadizas en la marisma; pero, decía Alderic, si la agachadiza se subía a un árbol, ¿iban a encontrarla? ¡Nunca, con seguridad! Por lo tanto, Alderic decidió cruzar el río a nado, y no ir por la puerta, sino abrirse camino hacia el interior de la torre a través del muro. Más aun, tenía en mente trabajar debajo del nivel del océano, el río que (como sabía Homero) rodea el mundo, de forma tal que en cuanto hiciera un agujero en el muro el agua se derramase dentro, confundiendo a los Gibbelins, e inundando las bodegas, que según los rumores tenían veinte pies de profundidad, y allí se sumergiría él a buscar esmeraldas, como un buzo busca perlas.

Y el día que relato partió al galope de su casa, esparciendo oro con liberalidad, como he dicho, y atravesó muchos reinos, y el dragón trataba de morder a las doncellas, sin conseguirlo a causa del freno que tenía en la boca, y todo lo que conseguía era una aguijada en las partes más sensibles de su cuerpo. Y así llegaron al oscuro precipicio arbóreo del bosque infranqueable. Allí se elevó el dragón con un batir de alas. Muchos granjeros cerca de los lindes del mundo lo vieron, donde aún se demoraba el crepúsculo, una línea tenue, negra y ondulante; y confundiéndolo con una hilera de gansos que venía del océano, se metieron en sus casas frotándose las manos y diciendo: –Ya llega el invierno, y pronto tendremos nieve. –Pronto el crepúsculo se desvaneció incluso en esos lugares, y cuando descendieron sobre el borde del mundo ya era de noche, y la luna brillaba. El océano, aquel antiguo río, estrecho allí y poco profundo, fluía sin emitir ni un susurro. Ya fuera que los Gibbelins estuvieran en un banquete, ya vigilaran junto a la puerta, ellos tampoco emitían ni un susurro. Y Alderic desmontó y se quitó la armadura, y tras decir una plegaria a su dama nadó con su piqueta. No se separó de su espada, por temor a encontrarse con un Gibbelin. Tomó tierra del otro lado, y se puso a trabajar de inmediato, y todo iba bien. Nada asomó la cabeza por una ventana, y todas estaban iluminadas, de modo que nada de lo que hubiese dentro podía verlo fuera, en la oscuridad. Los golpes de su piqueta eran acallados por el profundo muro. Trabajó toda la noche, sin que sonido alguno viniera a molestarlo, y al amanecer la última roca se tambaleó y cayó hacia adentro, y luego entró el río. Entonces Alderic tomó una piedra, y fue hasta el primer escalón, y la arrojó contra la puerta; oyó cómo retumbaban los ecos en la torre, y volvió corriendo a sumergirse a través del agujero en el muro.

Estaba en la bodega de las esmeraldas. No había luz encima, en la alta bóveda, pero buceando bajo veinte pies de agua sintió el suelo cubierto de esmeraldas, y abrió cofres llenos de ellas. Con un tenue rayo de luna vio que coloreaban el agua de verde, y tras llenar fácilmente un morral, subió otra vez a la superficie; ¡y allí estaban los Gibbelins, con el agua hasta la cintura, y antorchas en las manos! Y sin decir una palabra, sin sonreir siquiera, lo colgaron pulcramente del muro exterior... y éste es uno de esos cuentos que no tienen un final feliz.


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